lunes, 16 de septiembre de 2019

Colombia ya tiene su catedral más grande: Aquí 14 cosas que debes saber

Colombia ya tiene su catedral más grande: Aquí 14 cosas que debes saber

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En Valledupar se consagró la nueva catedral del Santo Eccehomo en homenaje a un nazareno venerado desde la Colonia y cuya devoción es popular en el norte del país


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El Eccehomo, imagen de madera, al parecer originada en la escuela quiteña, es conocido en la devoción y la cultura popular de la región de Valledupar desde 1533. Una leyenda señala que su autor fue un enigmático hombre que llegó a este lugar, se encerró en una habitación y pidió un vaso de agua y un pan. Luego de varios días los lugareños entraron a la pieza, no encontraron al artista, pero sí el agua y el pan —que estaban intactos— y una hermosa imagen de más o menos 1.5 metros de altura.
Para los fieles y sacerdotes que la vieron por primera vez no hubo dudas de que se trataba del Jesús de Nazaret presentado al pueblo por Poncio Pilatos con una despectiva frase en latín: “Ecce homo” (“He ahí al hombre”). Desde ahí la Iglesia local y los fieles empezaron a llamarlo el Santo Eccehomo, el Eccehomo y Jesús Eccehomo.



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La devoción creció durante siglos hasta el punto de que todos los lunes de cada Semana Santa, la imagen sale de la iglesia de la Inmaculada y recorre las calles de la ciudad. Cargado por personalidades de la región, el Eccehomo va hasta la plaza principal y llega hasta una tarima popular en la que tradicionalmente se celebra el famoso Festival Vallenato, y en donde se le rinden honores en acordeón, el instrumento que identifica a la región.
Otras leyendas afirman que en algunas ocasiones la imagen suda de manera copiosa y que ese líquido tomado por los devotos y frotado en el cuerpo de personas enfermas sirve para sanarlas milagrosamente. También se asegura que a veces el Cristo, molesto por alguna situación, “adquiere un peso inusitado” y se niega a salir en procesión desde su templo.
El Eccehomo es tan popular que presidentes de la República, políticos, empresarios, deportistas y artistas populares lo visitan para agradecerle o pedirle favores. Grandes artistas vallenatos —denominación que alude a la música de acordeones originaria de la región del Valle de Upar— lo mencionan en sus cantos. Entre ellos están los famosos Carlos Vives, Diomedes Díaz, los Hermanos Zuleta y Jorge Oñate.
La Catedral del Santo Eccehomo es una hermosa e imponente realidad. Aleteia destaca catorce puntos clave de este formidable expresión de fe, cultura y turismo religioso. Haz click en la galería y descubre cuáles son: 


El mensaje del obispo Óscar José Vélez Isaza al presentar ante más de cinco mil fieles la nueva catedral fue muy diciente: “La Iglesia no inaugura un templo, sino que lo consagra, es decir, lo preserva a Dios para que Él tome posesión entera”.

Más imágenes de la consagración aquí:

“Orar, orar y orar”: La fórmula de Sergio Higuita, ganador en Vuelta de España

“Orar, orar y orar”: La fórmula de Sergio Higuita, ganador en Vuelta de España

SERGIO HIGUITA
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Con apenas 22 años, este ciclista sorprendió a los expertos al triunfar en uno de los tramos más difíciles de la tercera carrera ciclista más importante del mundo


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Tan pronto se bajó de la bicicleta en Becerril de la Sierra, Sergio Andrés Higuita García le dijo al periodista Ricardo Orrego: “No tenía fuerzas, pero tenía algo que me impulsaba la bicicleta”. Y era cierto porque la noche anterior había hablado con su madre, Marleny García, de la fatiga, la dureza de la competencia y la posibilidad de retirarse por una dolorosa lesión en el pie derecho.
Sin embargo, fue ella quien lo animó con consejos y oraciones por teléfono y WhatsApp. “Le dije que tuviera mucha fortaleza, que el Señor lo iba a ayudar y a sanar de ese dolor y que oráramos. Que solo teníamos que orar, orar, y orar. Él había luchado mucho este triunfo y se le había ido por circunstancias ajenas a su voluntad y fue así, el Señor lo ayudó”, relató Marleny a periodistas del Canal Caracol que le preguntaron sobre su “fórmula espiritual”.





SERGIO HIGUITA
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Sergio Andrés, que corre para el Education First Pro Cycling Team, de Estados Unidos, le comentó a la cadena Blu Radio que su mamá “es una persona de mucha oración”. “Es entregada y apegada a Dios. Ella siempre me ha inculcado valores espirituales y me levanta el ánimo, incluso cuando estoy en carretera”, recalcó el joven que ha tenido notables participaciones en las vueltas a Polonia, Andalucía y Colombia.
Nacido en el modesto barrio Castilla —al noroccidente de Medellín— asegura que la cercanía espiritual con su madre es muy fuerte ya que con frecuencia le envía oraciones, fragmentos de la Biblia y sus propias oraciones. “Ella me anima y ora muy bonito para que no me pase nada delicado en la carretera, no tenga caídas o sufra accidentes graves”, afirma el pedalista que vive en Torrent, municipio del área metropolitana de Valencia, España.
El ambiente cristiano en la familia es evidente. Periodistas que se desplazaron hasta la casa de Sergio Andrés tan pronto la radio y la televisión reportaron su extraordinaria escapada de más de 50 kilómetros durante la etapa entre Colmenar Viejo y Becerril de la Sierra, comentaron que Leonardo, su padre, y Laura, la hermana, se arrodillaron y oraron con devoción para pedirle a la Providencia que les diera el triunfo.
La más emocionada era Marleny que según el periodista Mauricio López, de la revista Semana, en el momento más tenso de la carrera exclamó: “¡Ay! mijito, ¡ay! San Judas Tadeo, ¡ay! mi Dios, ayúdenle a mi hijo, que pueda llegar sano y salvo a la meta”.

Una historia repetida… pero hermosa

Con su triunfo en la Vuelta a España, Higuita García pasa a la historia del ciclismo colombiano como el más joven de su país en obtener un triunfo parcial en una de las tres grandes competencias mundiales (las otras son el Tour de Francia y el Giro de Italia).
Su historia personal y familiar tiene asombrosas semejanzas con las de otros pedalistas que de la pobreza y la marginalidad dieron el salto a la fama mundial. Desde los años 80 se saben las proezas de Lucho Herrera, el parco campesino que sembraba flores en Fusagasugá, un pueblo cercano a Bogotá. Y más recientemente se han conocido detalles de la vida de Nairo Quintana, el hijo de modestos agricultores de Cómbita, Boyacá, que todos los días iba a la escuela en una rústica bicicleta en la cual forjó su temple de gran escalador.
A esos ejemplos se suman el de Miguel Ángel López, también oriundo de Boyacá y quien se ganó el apelativo de Supermán porque sobrevivió al ataque armado de delincuentes que querían robarle su bicicleta. De igual manera, es admirable el caso de Rigoberto Urán, medallista olímpico a quien un grupo de paramilitares le asesinó a su padre en la convulsionada zona de Urabá, en el noroeste de Colombia.
El más reciente campeón del Tour de Francia, Egan Bernal, es otro ejemplo de resiliencia. Su padre era un vigilante de la Catedral de Sal, en la pequeña ciudad de Zipaquirá, y su madre, una recogedora de flores. Hoy este campeón de 22 años, dueño de una personalidad muy definida, es uno de los deportistas más conocidos en el mundo y muy pronto será uno de los mejores pagados.





EGAN BERNAL
MARCO BERTORELLO | AFP


En el caso de Higuita García hay ingredientes casi calcados. Nació en un hogar con notables carencias que él no disimula: “En mi casa no tenía nada. Había escasez de todo. Me ayudaron los padres de otros niños”. La pobreza era tal que su primera bicicleta fue armada con pedazos de otras bicicletas compradas en una chatarrería. Su padre trabajaba como cerrajero y se rebuscaba otros trabajos para ganarse unos pesos que le sirvieran al joven para competir con dignidad pues no tenía buenos uniformes ni zapatillas adecuadas. Mientras tanto, Marleny dejó su trabajo para dedicarse de tiempo completo a los dos muchachos.
Antes de partir a España, Sergio Andrés les prometió a sus padres que cuando empezara a ganar competencias y dinero en Europa les compraría la casa que nunca han podido tener. Por eso se explica que tan pronto cruzó la meta este jueves 12 de septiembre —ganándole a figuras consagradas— alzara los brazos al cielo para agradecerle a Dios la oportunidad de ser ciclista y obtener la victoria en una de las grandes vueltas del mundo.

sábado, 3 de marzo de 2018

¿Qué le diría hoy el “Mártir de Armero” a Colombia?: “La reconciliación es posible”

¿Qué le diría hoy el “Mártir de Armero” a Colombia?: “La reconciliación es posible”

“El beato Mártir de Armero”, un libro del periodista Vicente Silva Vargas que narra quién fue Pedro María Ramos, el cura beatificado por el papa Francisco en Colombia

El 8 de septiembre de 2017 no fue un día más para los colombianos. Ese día el papa Francisco, de visita apostólica a Colombia, declaró beatos a Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, obispo de Arauca, y al sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, popularmente conocido como el “Mártir de Armero”.

En ese sentido, en las últimas semanas se publicó en Colombia el libro “El beato Mártir de Armero”, un trabajo que intenta narrar la vida de este nuevo beato, ofrecer datos inéditos, explicar las razones de su beatificación, además de contextualizar el momento político en los días previos a su muerte -asesinado el 10 de abril de 1948 y en medio de enfrentamientos entre conservadores y liberales-. Como clara señal de santidad al momento de su muerte perdonó a sus agresores.

El autor del libro, Vicente Silva Vargas, es un abogado y periodista con vasta experiencia en medios de comunicación de Colombia y también en el ámbito académico donde se desempeña como profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Sabana. En diálogo con Aleteia fue contundente al señalar que al “Mártir de Armero” lo asesinaron “por ser cura y representar a la Iglesia”, además de reflexionar sobre el mensaje que tiene para darle este nuevo beato hoy a Colombia.


-¿Qué lo llevó a investigar y escribir sobre la vida del “cura de Armero”?

-Varios aspectos hicieron que me apasionara por el personaje, entre otras, el gran desconocimiento sobre su figura como pastor abnegado, las versiones malévolas sobre su tarea pastoral en momentos difíciles para la Colombia de los años 40, el retiro temporal del seminario por serias dudas sobre su vocación y una personalidad muy versátil, como quiera que aparte de su malgenio cantaba muy bien y ejecutaba con maestría diferentes instrumentos.

Además, por ser oriundo del Huila ―la tierra donde nació el padre Pedro María― conozco desde niño cómo su fama de mártir nacida desde el momento de su sacrificio el 10 de abril de 1948 y los múltiples testimonios acerca de grandes favores, se fueron arraigando en la fe de miles de personas. Esto se transmitió a diferentes generaciones y durante siete décadas, hombres y mujeres de todas las clases sociales, esperaron con paciencia el reconocimiento oficial de “su santo”, el cual, luego de tres pontificados y un complejo proceso canónico de 29 años, se hizo realidad gracias al papa Francisco.

-Usted afirma que ha estado investigando el tema desde hace 18 meses, ¿cuáles han sido sus principales hallazgos o sorpresas?

-Durante años existió la leyenda urbana de que por culpa de una imprecación proferida por el padre contra Armero poco antes de morir aquel pueblo del Tolima fue arrasado en 1985 por la avalancha del volcán-nevado del Ruiz en la que murieron unas 25 mil personas. Yo pruebo que sí hubo maldición, pero que ella no fue lanzada por el Mártir sino por un obispo y otro sacerdote. Los documentos y testimonios prueban, además, que pese a las evidentes amenazas de muerte en su contra, el cura en lugar de maldecir a los habitantes de Armero, los bendijo varias veces. Sus últimas palabras fueron de clemencia y bendiciones para sus agresores y aquellos que durante su ejercicio pastoral lo habían atacado con saña solo por divulgar el Evangelio.

De otro lado, varios hallazgos desmienten las acusaciones de haber sido un caracterizado perseguidor de miembros del opositor Partido Liberal para favorecer al gobierno derechista y al Partido Conservador. No hubo pruebas ni documentos que demostraran que Ramírez Ramos agredía de hecho o de palabra a liberales. Sin embargo, no es descartable que desde el púlpito, el párroco ―como lo hacían otros curas― haya asumido fuertes posiciones contra las tesis del liberalismo, entre ellas el laicismo, pero eso es muy diferente a haber prohijado el acoso de los liberales con fines criminales como perversamente se ha dicho. En todo caso, está claro en mi libro que el presbítero fue asesinado por ser cura y representar a la Iglesia y no por otras razones. Es decir, si lo hubieran asesinado para cobrarle su supuesto sectarismo o para vengar el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, sus agresores lo habrían matado solo a él y no habrían atacado violentamente el templo, la casa cural, las imágenes religiosas, los ornamentos sagrados, el sagrario ni las seis monjas del colegio católico que patrocinaba el párroco. Todos estos hechos contra representantes de la Iglesia y sus símbolos sagrados, según el Vaticano, configuraron el concepto de martirio por odio a la fe.

En el campo pastoral encontré que se trataba de un hombre de profunda oración, de gran trabajo con las comunidades tanto en el campo de la fe como de la acción social de la Iglesia. Una de sus tareas más simpáticas era su costumbre de repartir por donde anduviera toda clase de elementos que impulsaran las devociones. En particular, regalaba medallas, escapularios, folletos, estampitas e imágenes de la Virgen del Carmen, la Milagrosa, San Benito y María Goretti. Esa campaña la llamaba “propaganda buena” y con ella pretendía contrarrestar la fuerte acción evangelizadora de los protestantes en su región.

Otro hecho que me llamó la atención es que hacia 1945 ―tres años antes del asesinato― empezó a pedirles a sus fieles que oraran y pidieran por él y los sacerdotes. Y lo digo muy sorprendido porque siete décadas después, desde el mismo momento en que empezó su papado, Francisco pidió a los católicos que rezaran por él y su ministerio. En este punto encuentro una enorme coincidencia entre aquel modesto pastor y el sucesor de Pedro que con tanta sencillez reclama que no olvidemos a aquellos que con mucho esmero trabajan por nosotros sin que les demostremos gratitud. Y recalco, esto no es una simple afinidad sino una hermosa ‘diosidencia’ porque ese cura de pueblo que pedía oraciones por los curas en medio de la violencia fue beatificado por el papa que vino a Colombia a darle una mano a la paz y a pedirnos con humildad que oráramos por él.

-¿Su trabajo tuvo alguna incidencia para que finalmente se llevara a cabo la beatificación en el mes de septiembre de 2017 durante la visita del papa Francisco a Colombia?
No tuvo incidencia porque el libro se empezó a escribir 27 años después de que la diócesis de Garzón abriera el proceso de beatificación. La investigación comenzó en mayo de 2016, tan pronto supe que dos comisiones vaticanas, una de teólogos y otra de historiadores, habían aprobado el martirio del padre por odio a la fe. A partir de ese momento y ante la inminente visita del santo padre a Colombia, reuní las biografías publicadas muchos años atrás, leí abundante bibliografía sobre la violencia, busqué artículos de prensa, obtuve la Positio (el proceso abierto en la Santa Sede), estudié el proceso judicial contra los criminales, viajé a los lugares donde vivió el cura y reuní decenas de testimonios que sirvieron para configurar un reportaje que ayudara a contar quién fue este personaje tan atrayente y su importancia para la actual coyuntura que vive Colombia. Tan pronto se confirmó la visita del papa, en la Semana Santa de 2017, empecé la redacción que concluyó al otro día de la beatificación en la ciudad de Villavicencio.

-Habida cuenta de que se trata de alguien que murió en tiempos de violencia entre liberales y conservadores, pues la paz sigue siendo tema de conversación en Colombia, ¿qué tiene para decirle el Mártir de Armero hoy a Colombia?
-El deseo del papa, por insinuación de la Conferencia Episcopal Colombiana, era que durante su visita se mostraran los martirios del padre Pedro María y del obispo Jesús Emilio Jaramillo Monsalve como ejemplos de sacrificio por la fe, pero también como símbolos de la violencia que ha sacudido al país desde los años 40. En el caso del padre es evidente que la Iglesia quiso resaltar su martirio por defender la fe en momentos de gran turbulencia política y social, pero en especial, quiso destacar su convicción de perdonar. Ese es uno de los aspectos más emocionantes de su vida porque, como lo narro en mi reportaje, ese cura que a veces se salía de casillas con las mujeres por ir con blusas ajustadas y sin mangas, se arrepentía de sus actitudes y luego buscaba a quienes había regañado para pedir perdón. Por lo general, lo decía llorando con sinceridad y en otras desde el púlpito pedía que le perdonaran sus malos momentos.
En eso era admirable porque no se quedaba en el perdón de labios para dentro, sino que lo expresaba con mucha sinceridad. Incluso, en su última Semana Santa, dedicó una de sus homilías a expresar su concepto de perdonar y ser perdonado. También, minutos antes de que lo mataran a machetazos, garrotazos y patadas, escribió su testamento en el que dijo que deseaba derramar su sangre por Armero. Es más, cuando la turba enardecida ya se había apoderado de él, de rodillas, luego de recibir el primer machetazo en la cabeza, dijo algo profundamente cristiano: “¡Padre perdónalos. Todo por Cristo!”
Así pues, el “Mártir de Armero” nos dice a los colombianos que el perdón es un don divino y que aun en medio de las adversidades, pese a todos los daños físicos y morales que se puedan inferir, la reconciliación es posible. Además, sus últimas actitudes señalan con claridad que el perdón debe ser de doble vía: perdonando a los enemigos y pidiendo perdón por las ofensas causadas y eso, infortunadamente, es lo que algunos colombianos aún no quieren aceptar. Por lo anterior, también estoy convencido de que este libro, “El beato Mártir de Armero”, es un significativo aporte a la construcción de memoria de mi país.








sábado, 25 de noviembre de 2017

'Trampolín de la muerte'



Por Vicente Silva Vargas


En esta zona del Macizo colombiano hay alturas de más de 4.500 metros. 

— De aquí para abajo la carretera es más estrecha, solo cabe un carro, hay montañas a lado y lado y los abismos no tienen fondo, gruñó un sargento de la Policía cuando le preguntamos cómo era la vía a Sibundoy.

Sin dar más explicaciones, el policía se refugió en un cambuche que hacía las veces de garita y, como si nos viera partir hacia un destino sin final, se despidió levantando uno de sus pulgares.

En el trayecto, reburujados en una camioneta, con equipos de televisión empacados para protegerlos de la polvareda y sin conocer nada del terreno, empezamos un lento descenso por entre curvas tan cerradas —de más de 90 grados— que no permitían ver la cercanía de los precipicios. En marcha, era imposible prever una caída libre a gargantas montañosas profundas, de cientos de metros, cubiertas por árboles gigantescos y vegetación exuberante. En cualquier momento, en uno de esos giros sin salida, también era probable un choque de frente con buses cargados de pasajeros o camiones repletos de mercancías que en un santiamén pueden mandar por los despeñaderos a otros carros o, en el peor de los casos, caer ambos a las profundidades de donde la única manera de salir es en el registro necrológico de la accidentalidad colombiana.

Los avisos y advertencias son parte del paisaje de la carretera. 

Si no fuera por los vehículos de hoy, manejados por héroes del volante, se podría decir que son caminos de tiempos coloniales, llenos de avisos inútiles del Ministerio de Transporte, infinidad de curvas, tramos serpenteantes que se pierden entre rocas colosales y espacios de menos de dos metros en los que no caben dos carros. «Aquí las nubes en ningún momento abandonan a los viajeros y las cordilleras se estiran hasta el cielo para vigilar todo a su alrededor», nos dijo Juvenala, la vendedora de una tienda de madera colgada al borde de un peñasco. Y tenía razón porque a lo largo de los 81 kilómetros entre Mocoa y Sibundoy, intempestivamente, emergen tapices verdemar que huelen a naturaleza virgen, caen cascadas de agua refrescante que se estrellan contra las peñas y, de vez en cuando, aparecen grandes y pequeñas aves que con sus cabriolas desafían la imponencia de las moles del Macizo colombiano.

A lo largo del trayecto son frecuentes los derrumbes y deslizamientos.

Kilómetros más abajo, llegando al pueblo de San Francisco, un campesino, quizá al ver nuestras caras de pavor, pretendió calmarnos diciendo que la distancia restante a la tierra de los indígenas kaemtzá, era la más suave de todo el recorrido. «De aquí para bajo ya no hay problema, tan solo es un pedazo destapado y los abismos no dan miedo. ¡Eso es pura imaginación!», afirmó con toda tranquilidad mientras arriaba cuatro vacas que se apoderaron del remedo de carretera. Un día después de su apacible tranquilizadora opinión, justo por donde caminaban las reses, un taxi y una camioneta se desabarrancaron. Cinco personas murieron y otras tres quedaron gravemente heridas.

Otra tierra olvidada
Antes que absurdo, es injusto que a estas altura —mientras muchos se vanaglorian de la supuesta entrada a la modernidad porque se construyeron unas modestas carreteras 4G— a unos cuantos kilómetros de la indolente Bogotá, cientos de miles de compatriotas todos los días tienen que viajar con el credo en la boca. Por algo se ha dicho que la carretera Pasto-Mocoa (el tramo hasta Sibundoy está en ella) es tal vez la más ‘peligrosa de Colombia’ no solo por su infernal trazado sino por las altas cifras de accidentalidad reportadas con frecuencia, pero ignoradas por la élites burocráticas quizá porque esas tierras sureñas no son un buen fortín politiquero. En realidad, el calificativo de ‘peligrosa’ es un piropo pues medios de comunicación prestigiosos como National Geographic Channel fueron más lejos y la incluyeron en su escalofriante serie Carreteras infernales. En la serie documental esta vía compartió dudosos honores con otros caminos asesinos de Perú, China, India, Canadá, Alaska y otros lugares del mundo.

Son escasos los lugares en los que hay espacio para ceder el paso a otros vehículos.
Desde luego, lo más valioso de un viaje al Alto Putumayo, en donde hay picos montañosos con más de 4.000 metros de altura, es la gran simpatía de sus gentes —desde los colonos hasta los indígenas— quienes con orgullo, pese al olvido y al oprobioso tratamiento de ciudadanos de tercera categoría, se jactan de ser colombianos auténticos. Ellos, ya sean de Putumayo, Nariño, Cauca y Huila, vibran con sus músicas, gozan sus danzas hasta el cansancio, se precian del canturrear de su acento y hasta convirtieron en sello de identidad la impotencia de no poder hacer nada contra el centralismo y la marginalidad. Sin duda, como lo dijo Pastora Juajibioy Chindoy, mama gobernadora de los kaemtzá, «esta carretera es otra forma de discriminación, tan infame como la discriminación que padecemos desde los tiempos de los conquistadores».



Vea el video hecho en un tramo de la carretera Sibundoy-Mocoa

El regreso de Sibundoy a Bogotá, por la misma vía, en medio de una llovizna constante que transformó el piso de herradura en una mesa jabonosa, fue en peores condiciones que el viaje de ida, con los mismos protagonistas y el irrepetible paisaje de montañas que parecen tocar al visitante, como si quisieran atraparlo. Toda esta experiencia sufrida toda la vida por colombianos ignorados, quedó en el recuerdo y en unas cuantas fotografías y videos personales. Ya en la capital, aun con la sensación del trepidante viaje recorriendo los huesos, nos enteramos que el lugar donde el campesino Epaminondas paseaba sus vacas, el mismo por donde se desabarrancaron dos carros, tiene un nombre perverso: ‘Trampolín de la muerte’.  


martes, 29 de agosto de 2017

La reivindicación del mártir de Armero


 La reivindicación del Mártir de Armero
Por Vicente Silva Vargas

Pedro María Ramírez Ramos recién ordenado como
subdiácono en el seminario de Garzón (Foto familia Ramírez).
El nuevo beato colombiano Pedro María Ramírez Ramos, además de recio defensor de la fe, devoto irreductible del Santísimo y la Virgen María, era un hombre elemental que tocaba cuatro instrumentos, componía canciones y cantaba maravillosamente.

Al contrario de lo que muchos pueden creer, el Mártir de Armero hacía todo lo posible para que su apostolado no pareciera nada extraordinario a lo que debía hacer un cura de pueblo: estar cerca de los fieles. Por eso, desde su primeros años en los seminarios de la Mesa de Elías y Garzón ―en Huila― se preocupó por aprender a tocar tiple, guitarra, armonio y piano. También, dicen los testimonios recogidos por este cronista, cantaba tan maravillosamente que unas veces adoptaba el papel de un gran tenor operático y en otras, asumía el rol de una mezzosoprano. «¡Todos quedaban admirados de su formidable voz!», comenta Luis Eduardo Nieto Lucena, un veterano sacerdote que le sirvió de acólito en Armero cuando apenas tenía ocho años.

Como si fuera poco, componía canciones colombianas, especialmente, bambucos y pasillos, uno de ellos llamado Blanquita, una dedicatoria a una muchacha bogotana a la que parece le arrastró el ala en los años en los que hizo una pausa en el seminario e intentó vivir «en el mundo», es decir, fuera del sacerdocio, por allá entre 1920 y 1928. También se sabe que en Fresno, ya siendo sacerdote, un día después de la misa dominical tomó el armonio e improvisó una pieza musical con base en La paloma torcaz, el poema de su paisano José Eustasio Rivera.

El cura intentó ser tan normal que cuando era profesor de escuela en Alpujarra, Tolima, se enamoró de una joven llamada Lastenia Barreto López, sobrina del influyente obispo de Garzón, José Ignacio López Umaña, pero el noviazgo terminó muy pronto porque el profesor Ramírez Ramos convenció a su enamorada de romper la promesa matrimonial para que ella se convirtiera en monja y él regresara al seminario. Así ocurrió porque Lastenia ingresó al convento de las hermanas vicentinas en Cali y él, a los 29 años ―una edad inusual para aspirar a ser cura― regresó al seminario, pero no al de Garzón sino al de Ibagué.

Tan normal era este religioso, nacido en rica familia conservadora de La Plata, al occidente del Huila, que muchas veces, cuando era maestro, organizaba equipos de fútbol a los cuales les pedía dejarse ganar de los rivales para que estos no se sintieran humillados por la derrota. Sin duda, un gesto de magnanimidad, envidiable desde el punto de vista del juego limpio, pero imperdonable si se estuviera en una alta competición como las del siglo XXI.

Otro rasgo simpático de su vida era la manera como permitía que sus amigos y familiares lo llamaran. En términos legales él era Pedro María, aunque sus compañeros del seminario preferían llamarlo ‘Píter’, ‘Don Píter’, ‘Padre Píter’, ‘Pítermaría’ o ‘Pedromaría’. Se acostumbró tanto a esos apelativos que muchas veces, en algunas de las pocas cartas conocidas, firmaba con cualquiera de esas denominaciones, incluso, como párroco había gente que lo llamaba el Padre Píter.


Las malas pulgas del beato
Sus familiares y biógrafos aseguran que su mal humor nació luego de que un ternero le propinara una patada en la cara deformándole parte del ojo izquierdo. Ya en el seminario, en las escuelas y en su vida sacerdotal, ese accidente que sufrió en Zapatero ―la hacienda ganadera de su familia en La Plata― le ocasionaba terribles dolores de cabeza que no le permitían concentrarse en las lecturas o en el análisis de sesudos documentos teológicos. Solo una caseras cataplasmas de matarratón le calmaban el dolor y le regresaban la tranquilidad.

Por culpa de sus dolores de cabeza, el padre se enfurecía y regañaba acólitos y vaciaba a fieles que no eran muy apegados a las tradiciones de la Iglesia. Su blanco favorito eran las mujeres que vestían prendas atrevidas para la época, por ejemplo, blusas con manga sisa, escotes levemente insinuantes, faldas talladas en la cintura o un milímetro arriba de la rodilla. Son múltiples los testimonios que recuerdan cómo el padre Pedro se bajaba del púlpito o del presbiterio a pegarles un pellizco en el hombro a las infractoras para luego pedirles que regresaran a sus casas a «vestirse decentemente». Sin embargo, el sacerdote se arrepentía de sus actitudes y luego de que la rabia desaparecía, buscaba a las personas ofendidas y con absoluta humildad, muchas veces con la voz entrecortada, se excusaba y les pedía sincero perdón. Al evocar algunos momentos tensionantes con las mujeres a las que regañaba, su sobrino Álvaro Ramírez Vargas anota con mucho humor: «¡Qué tal que el padre Pedro viviera en estos tiempos y hubiera visto la minifaldas y las tangas brasileras? ¡Le hubiera dado un síncope!».

Precisamente por esos momentos de irascibilidad el beato le pidió siempre a Dios que lo hiciera mártir de la Iglesia. Fue una obsesión permanente: «Quiero morir por la fe», «Deseo que el Sagrado Corazón me haga mártir», «Mi carácter es mi cruz», fueron algunas de sus públicas expresiones de sincero arrepentimiento. Y quería ser mártir para expiar el terrible defecto del mal genio que para él era un pecado porque demostraba que no era humilde ni dócil ni tenía templanza para manejar los momentos de dificultades. Fue tan evidente su vocación de mártir que a pocas horas de ser macheteado y rematado con un varillazo en la nuca, escribió con letra firme y clara: «quiero derramar mi sangre por el pueblo de Armero».

Rumbo a la plaza del pueblo, el 10 de abril de 1948, apresado como un criminal, fue llevado a la turbamulta en medio de planazos de peinilla y garrotazos. Primero, un corte en la cabeza, luego otro machetazo que lo derribó y lo obligó a exclamar: «Padre, perdónalos! ¡Todo por Cristo!» El tercer peinillazo lo volvió a tumbar y por último, una varilla de hierro le hizo volver la cabeza hacia atrás. Nadie hizo nada por él, ninguna persona le dio la mano, no hubo un alma caritativa que le cerrara los ojos y le ayudar al buen morir. ¡Cayó miserablemente humillado!

Retrato al óleo del Mártir de Armero en el museo
de La Plata (Foto Instituto Pedro María Ramírez). 
En la plaza se desangró, las mujeres de vida alegre se regocijaron con su tragedia y ya muerto le recordaron sus pellizcos en los hombros. Después de varias horas fue lanzado a una desvencijada camioneta y botado como un fardo en la puerta del cementerio. Solo un par de prostitutas ―a las que él tanto había atacado invitándolas a dejar la vida disipada― se apiadaron de su miseria humana y abrieron un boquete en cualquier parte del cementerio. No tuvo ataúd, no hubo responsos, nadie lo lloró, tan solo la naturaleza se acordó de él y esa noche en Armero llovió como nunca había llovido en los últimos cincuenta años. Uno de los amigos del padre, muchas décadas después trajo a colación una vieja leyenda del Tolima Grande según la cual cuando muere un gran hombre la Providencia llora y derrama sus lágrimas en forma de aguaceros tempestuosos.


Ejemplo de perdón
Los permanentes gestos de perdón por haber ofendido a sus semejantes pero también de perdonar a quienes le hicieron daño ―como aquellos que lo amenazaron con un revólver, la gritaron «godo hijueputa» y más tarde lo apresaron y condenaron a muerte― fueron elementos claves para que la Congregación para las Causas de los Santos después de una tortuoso proceso jurídico, histórico y teológico de 29 años impulsado con denuedo por monseñor Libardo Ramírez Gómez, aprobara su beatificación. Para los expertos del Vaticano, de las más diversas nacionalidades, su martirio no fue por causas políticas, ni por perseguir a liberales ni por regañar a las mal vestidas, sino por odio a la fe y a la Iglesia.

En palabras de monseñor Octavio Ruiz, uno de los obispos más cercanos al sumo pontífice, su muerte fue por cumplir estrictamente los deberes y obligaciones como ministro de la Iglesia y por ofrendar su vida a Dios. Tales actitudes de perdón fueron interpretadas por los teólogos e historiadores del Vaticano como un auténtico ejemplo para todos los colombianos en el contexto del posacuerdo entre el Gobierno y las guerrillas. Eso explica por qué la ceremonia de beatificación, que usualmente no presiden los papas, se celebrará durante el gran acto de reconciliación en Villavicencio el próximo 8 de septiembre.

Con esta decisión, el papa Francisco reivindica a Pedro María con la historia porque durante casi 60 años al cura se le atribuyeron graves hechos que no fueron probados simplemente porque nunca ocurrieron. De él se dijo que escondía armas en el templo para utilizarlas contra los liberales. También lo acusaron de encaramarse en la cúpula de San Lorenzo para lanzar bombas contra el pueblo exaltado por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y le endilgaron el papel de alcahuete que dizque por esconder en la casa cural a los ‘godos’ del pueblo. Finalmente, y esa es la más absurda y descabellada de todas las acusaciones, 37 años después de haber sido sacrificado se le achacó la leyenda urbana de que a las puertas de la muerte había maldecido a Armero y profetizado su desaparición al decir que de ese ese pueblo no quedaría piedra sobre piedra. 

Retrato del antiguo seminario La Inmaculada, de Garzón,
en donde empezó sus estudios el Mártir en 1915.
(Cuadro de Piti Silva Silva).

Ninguno solo de esos señalamientos, a la luz de los documentos de la época y de los testimonios recientes recogidos y corroborados por el autor de esta crónica, es cierto. Los detalles de estas abominables calumnias y muchos otros aspectos de la fascinante vida de Pedro María Ramírez Ramos los compartirá el autor en un libro que saldrá a la venta en las próximas semanas y que será publicado por Cuéllar Editores.